viernes, 3 de febrero de 2017

51.- Palabras de Juan Carlos Rodríguez sobre "El horizonte" (Madrid, 2003).



     [...] Solitarios como una casa escondida, en ruinas, donde “sólo el agua se queda sin hacerse preguntas”. Solitarios como una habitación a solas (una bella paráfrasis de Gil de Biedma, dándole la vuelta), solitarios como el tiempo gastado o el tiempo roto. Si la única vida posible es aferrarse a las cosas, lo malo es esa continua oscilación entre el lugar que las cosas desean y el lugar que las cosas encuentran. ¿Cuál es el lugar que las cosas desean? Sin duda herirte, la herida de las cosas. ¿Cuál es el lugar que las cosas encuentran? Sin duda “viene a ser un desierto escondido”. Claro que hay variantes en ese encuentro: “puede ser un desierto / o el corazón tal vez”. Si este es el final del libro ¿qué existe en el medio? Ese comercio interior que es nuestra vida. Sobre todo el comercio con el bazar que es uno mismo. Yeats decía que de la lucha con los demás surge la retórica, pero que de la lucha con uno mismo surge la poesía.

     Poesía auténtica la de este magnífico libro de José Carlos Rosales que en cierto modo rompe los cristales distantes que a veces existían en sus otras obras. Aquí los cristales se abren, como una ventana, se rompen como brindis o en otros homenajes a la muerte (a través de César Vallejo) o al tiempo que siempre le ha acompañado (con más homenajes clásicos: “por no hacer mudanza en su costumbre” o “exceso de equipaje”). Y sobre todo un homenaje al amor (me gusta en especial el poema “Ojos que dicen cosas”, subtitulado “Samba”, que me recuerda el juego con el pie quebrado de la estrofa sáfico-adónica) o al dolor de su ausencia. Pero no tengo espacio para entrar en más detalles concretos de este libro: me basta su tristeza. No sé si cuando muy jóvenes –ellos más que yo– nos reuníamos “clandestinamente” José Carlos, Justo Navarro y yo (y enseguida los demás, Eduardo Castro, Juan Ferreras, Juan Vida o la librería de Rafael Juárez: todos ellos están en las Dedicatorias finales), nos reuníamos, digo, para saber elaborar pacientemente la realidad de la tristeza o la imposible asunción de la soledad. No se trataba sólo de cambiar el mundo sino de convencernos a nosotros mismos de que la vida existía y de que era posible aún enmarcada en una tristeza que entonces iba como en broma y ahora va completamente en serio (sin duda es éste uno de los mejores poemas del conjunto). Pero lo inesperado surge de pronto: tampoco sé si el poema situado en la contracubierta del libro (“Hoy, mañana”) está elegido por los editores o por el propio poeta. Pero su dialéctica temporal es ostensible. La dialéctica del tiempo que alguna vez señalé ya en José Carlos se desgarra ahora pese a la aparente –o muy real– presencia perdurable de lo quieto (hoy igual a mañana), algo que se desliza hasta la línea penúltima del poema: “la vida acaba sin que nada cambie”. Pero una dialéctica que de pronto nos sorprende y nos despierta: “el tiempo sigue, la tristeza engaña” [...].









[El fingidor (Granada), nº 19-20
(mayo-diciembre de 2003), págs. 62-63]